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¿Son los ARANCELES el arma secreta del nuevo imperialismo? El día que los ARANCELES cambiaron la seguridad mundial
Los aranceles de Trump me pillaron por sorpresa, como esas tormentas de verano que anuncian el fin de una época. Una de esas decisiones que no se entienden del todo hasta que ya es tarde, como cuando descubres que el vecino no solo te mira mal por las mañanas, sino que también te ha cortado el cable del wifi. Así de súbito y, al mismo tiempo, premeditado fue el anuncio de Donald Trump sobre la imposición de aranceles a 185 países, una jugada que no sólo reventó los mercados sino que dejó al descubierto un nuevo tablero geopolítico, más crudo, más empresarial, más americano.
Algunos, como el jurista Mario Garcés, intentaron buscarle sentido al asunto. Según él, Trump se comporta como un empresario que juega al Monopoly global con la economía mundial. Pero no para ganar, sino para reequilibrar una balanza comercial que, según sus propias reglas, ya venía amañada. El problema —como siempre— no era tanto el qué, sino el cómo. Porque puedes pedirle a tu casero que repare el calentador, pero otra cosa es que irrumpas en su casa gritando que lo vas a quemar todo si no lo hace. Y eso es, más o menos, lo que hizo Trump.
«Trump no impuso aranceles. Lanzó advertencias con forma de factura»
Pero vamos al grano. ¿De qué hablamos cuando hablamos de aranceles? No se trata solo de impuestos a productos extranjeros. En el caso de Trump, hablamos de porcentajes que parecen salidos de una subasta bélica: 54% para China, 46% para Vietnam, 24% para Japón, 20% para Europa, y así hasta cubrir buena parte del planeta. Una distribución quirúrgica, casi estética, que revela más que una simple política comercial: es un mapa del poder, una declaración de intenciones con formato Excel.
En la Casa Blanca, Peter Navarro lo explicó con la frialdad de un contable del apocalipsis: Estados Unidos da estabilidad financiera, seguridad, un dólar fuerte. ¿Y qué recibe a cambio? Regulaciones, sobrecostes y sonrisas hipócritas. Así que decidieron facturarle al mundo esos “servicios públicos globales” vía aduanas. Y lo hicieron sin pedir permiso, con ese tono de sheriff al que nadie ha desafiado en años, pero que empieza a quedarse sin balas.
Ahora bien, ¿realmente se trata de comercio? ¿O de otra cosa más oscura, más estructural?
«Los aranceles son la versión contemporánea del cañonero diplomático»
Hace tiempo, un estudio académico se atrevió a ponerle nombre a este fenómeno: imperialismo informal militarizado. Palabras que suenan como una clase aburrida de geopolítica, pero que en realidad explican mucho. Es la idea de que la economía y la seguridad son la misma cara de una moneda que solo unos pocos pueden lanzar al aire. En tiempos pasados, se hacía con portaaviones. Hoy, con tarifas arancelarias.
Trump no solo jugó a castigar importaciones. Redibujó alianzas, tensó cadenas de suministro, y alteró la forma en que los países piensan sus ejércitos. La industria de defensa —esa maquinaria que nunca duerme— se vio atrapada en un laberinto kafkiano: componentes que suben de precio, contratos que se renegocian, interoperabilidad que se tambalea. Si Europa ya tenía en mente desarrollar su propia autonomía militar, ahora lo hará con prisa y con razón.
Y aquí es donde todo se complica. Porque cuando dejas de depender del otro, también dejas de confiar. Y cuando dejas de confiar, armas el doble. No por miedo, sino por necesidad.
“Quien no fabrica su munición, fabrica su derrota” (Viejo proverbio castrense)
En este nuevo escenario, las reglas cambian. Ya no basta con tener aliados, hay que garantizar que no te vendan piezas a precio de sangre. Lo saben bien en Bruselas. El 20% de arancel impuesto a Europa no es solo una cifra, es un mensaje. Es el equivalente comercial de un portazo diplomático. En España, el impacto se sintió con la fuerza de una bofetada sin previo aviso: más del 80% de las exportaciones afectadas, 14.900 millones en juego, y una reacción que olía más a urgencia que a estrategia.
Trump, por su parte, lo justificó como quien te cobra el café de ayer: “Nos estafan. Es muy triste. Es muy patético”. Y uno no sabe si reírse o comprar latas y esconderse en un búnker.
De la balanza comercial al pulso nuclear
China, por supuesto, no se quedó callada. Con un 54% de arancel total, Beijing entendió el mensaje y respondió como sabe hacerlo: contraataques arancelarios, restricciones a tierras raras y una declaración solemne de resistencia. “Lucharemos hasta el final”, dijeron, como si fuera un guion de Kurosawa en pleno Wall Street.
Pero la cosa no termina en los mercados. Este conflicto económico está desbordando hacia zonas más sensibles: el Mar de China Meridional, Taiwán, la carrera tecnológica. En otras palabras, la guerra de tarifas podría terminar con más drones que camiones, y más satélites espía que mercancías.
¿Paranoia? Puede. Pero como decían los viejos espías: “Si no eres paranoico, es que no estás prestando atención”.
“Las guerras del futuro no se librarán con balas, sino con contratos”
Y entonces volvemos a la pregunta inicial. ¿Está Trump loco o solo sigue la lógica de un mundo que ya no funciona con tratados, sino con facturas? Su enfoque, evidentemente, huele a negocio malhumorado. Como quien vende paraguas y le sube el precio a media tormenta. Pero también revela algo más profundo: la desaparición del viejo orden diplomático, ese que se construía a base de whisky en Ginebra y no de amenazas por Twitter.
En su defensa, Trump ha dicho que Estados Unidos ya ha cargado con la seguridad global durante demasiado tiempo. Que ha pagado cenas ajenas, puesto gasolina al coche común y recogido los platos sin que nadie le diera las gracias. Y ahora, simplemente, quiere cobrar. Aunque sea con intereses de usura.
El problema es que, en geopolítica, no se puede actuar como si el mundo fuera un bazar turco. Porque las naciones no olvidan, ni perdonan fácilmente, y cuando se dan cuenta de que pueden vivir sin ti, empiezan a hacerlo.
¿El fin del liderazgo o su mutación?
En este nuevo escenario fragmentado, las alianzas tradicionales tiemblan y las potencias emergentes se frotan las manos. Los países en desarrollo, como El Salvador, miran con ambivalencia los aranceles del 10%. Algunos los ven como oportunidad. Otros, como una trampa disfrazada de favor.
Sea como sea, la fragmentación del sistema internacional ya está en marcha. Cadenas de suministro regionalizadas, instituciones multilaterales debilitadas, proteccionismos reactivados. Y al fondo, como una sombra cada vez más nítida, la posibilidad de que la seguridad global ya no sea un asunto de tratados, sino de tarifas.
Trump, con su estilo de vendedor cansado de esperar propinas, no ha inventado esta tendencia. Pero sí le ha puesto nombre, cara y firma en neón. Su política arancelaria no es un capricho, sino un síntoma. Una señal de que el poder, hoy, se mide más por lo que puedes encarecer que por lo que puedes disparar.
¿Y mañana? Bueno, eso depende de si el resto del mundo decide seguir jugando este nuevo juego… o cambiar el tablero por completo.
“Los aranceles son las trincheras invisibles de una guerra sin uniforme”
“Quien controla el comercio, marca el ritmo del miedo”
“Cuando los tambores de guerra suenan, hasta los comerciantes venden pólvora” (Refrán de mercader medieval)
¿Estamos preparados para vivir en un mundo donde el precio de un microchip pueda desencadenar una crisis diplomática? ¿Y si el próximo tratado de paz no se firma con tinta, sino con porcentajes aduaneros? ¿Podremos hablar de amistad entre naciones cuando el amor se mida en dólares por tonelada?
El futuro ya está en aduanas. Y viene con recargo.