El principio del 10 por ciento te hará menos tonto o tonta.

¿Y si ADAM GRANT tuviera razón todo este tiempo? El principio del 10 por ciento cambiará tu mente para siempre

La primera vez que leí sobre el principio del 10 por ciento de Adam Grant, sentí un cosquilleo incómodo detrás de las orejas. Como si una pequeña alarma se activara en mi conciencia, esa parte testaruda que se aferra a tener siempre la razón. Fue entonces cuando entendí que la inteligencia —la de verdad, la que sirve para navegar por el caos del mundo— no tiene tanto que ver con el coeficiente intelectual como con la capacidad de pensar bien, dudar mejor y, sobre todo, callar a tiempo.

Porque pensar es incómodo. Cuestionarse, aún más. Pero también es la única forma de no acabar viviendo en una caricatura de uno mismo.

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La psicología de la duda elegante

Grant no viene a gritarte desde una tarima. Viene con traje de profesor amable, sonrisa ladeada y estadísticas escondidas en la manga. Como buen psicólogo organizacional, sabe que la mente humana es un teatro donde cada creencia juega el papel principal en su propia obra. Y también sabe que las mejores actuaciones ocurren cuando los actores se salen del guión.

Su principio del 10 por ciento es tan simple que parece broma: “Sé un 10% más escéptico con las personas que piensan como tú, y un 10% más generoso con quienes piensan distinto”. Pero bajo esa fórmula ligera se esconde dinamita: una invitación directa a practicar la humildad intelectual, ese arte perdido de reconocer que uno no lo sabe todo… y ni falta que hace.

“Tener razón no es tan útil como entender mejor”

La humildad intelectual no es una moda de salón ni una postura Zen. Es una herramienta feroz. En empresas, por ejemplo, salva del desastre. He visto cómo líderes que practican esta virtud detectan errores antes de que estallen. Porque escuchan. Porque preguntan. Porque no necesitan tener siempre la última palabra. Saben que la certeza es una droga peligrosa: cuanto más la consumes, menos ves.

En un entorno donde las decisiones empresariales se toman al ritmo de los gráficos de tendencia y los pings de Slack, reconocer que puedes estar equivocado no es debilidad: es estrategia.

Cuando la arrogancia cuesta millones

Hace tiempo participé como asesor externo en una empresa tecnológica que se jactaba de su “cultura de la innovación”. Pero en cuanto alguien osaba discrepar del CEO, el silencio caía como una losa. ¿Resultado? Se invirtieron millones en una herramienta de inteligencia artificial basada en suposiciones erróneas que nadie se atrevió a discutir. Cuando fracasó, nadie se sorprendió, pero todos fingieron asombro.

Esa empresa no necesitaba más inteligencia artificial. Necesitaba inteligencia emocional. Y un poco de Adam Grant.

Porque el pensamiento crítico no empieza cuestionando al mundo, sino cuestionando lo que uno cree saber del mundo. ¿Cómo se prueba eso en carne propia? En conversaciones incómodas. En reuniones donde decides escuchar antes que opinar. En decisiones donde renuncias a parecer brillante para ser útil.

“Una mente cerrada es un corazón con candado”

Pensamiento crítico y tecnología ¿amigos o enemigos?

En esta época donde cada mes parece traer una nueva aplicación milagrosa, una IA más lista que tú o un algoritmo capaz de predecir tus antojos antes que los sientas, el pensamiento crítico se ha vuelto un salvavidas.

No todo lo que brilla en silicio es oro. Las tecnologías emergentes prometen transformar el mundo, pero también pueden robotizar nuestra conciencia si no las enfrentamos con una mente lúcida. El problema no es la tecnología en sí, sino la fe ciega con que se adopta. Porque cuando dejas de pensar, alguien más lo hace por ti. Y rara vez ese alguien tiene tus mejores intereses en mente.

Aquí es donde Grant vuelve a asomar, como un faro entre la niebla. Aplicar el principio del 10 por ciento en la adopción tecnológica significa desconfiar un poco más de las soluciones que confirman nuestras obsesiones y dar una oportunidad a las ideas que inicialmente nos incomodan. Es decir, abrir el horizonte en lugar de cerrarlo.

Ciencia, herejía y futuro

La historia de la ciencia no es una línea recta. Es un campo de batalla. Y los avances que hoy consideramos sagrados, en su momento fueron tratados como blasfemias.

Copérnico, Darwin, Semmelweis… Todos fueron herejes antes que genios. Su pecado fue tener razón demasiado pronto. Por eso, en investigación, la apertura a perspectivas alternativas no es un lujo: es oxígeno. Sin disidencia no hay descubrimiento.

Cuando los científicos se atreven a cuestionar lo establecido —incluido lo que ellos mismos enseñaron durante décadas— ocurre la magia. Pero también la incomodidad. Porque es más fácil repetir un dogma que reformular una teoría.

Grant sugiere algo provocador: tratar nuestras propias ideas como hipótesis en revisión constante. No como verdades inmutables. Y aunque eso suena noble en teoría, en la práctica es una invitación a vivir incómodamente. Pero también lúcidos.

“Pensar distinto no es traición, es evolución”

El arte de llevarle la contraria a uno mismo

Practicar este enfoque no es fácil. Requiere valentía. Y una pizca de humor.

Yo lo he intentado. Me he forzado a seguir cuentas en redes sociales que dicen cosas que me irritan. He leído libros que contradicen lo que juraba saber. Me he sentado a escuchar a personas que, años atrás, habría despachado como ignorantes. Y no siempre he cambiado de opinión. Pero he afinado mi pensamiento. Lo he vuelto más poroso, más resistente, más afilado.

Porque cuestionarse a uno mismo no es un ejercicio masoquista. Es un gesto de amor propio. El único modo de asegurarse de que tus ideas no sean solo el eco de tus prejuicios.

El principio del 10 por ciento como brújula profesional

En el terreno empresarial, el principio del 10 por ciento funciona como un sistema de alerta temprana contra la arrogancia corporativa. Las empresas que lo aplican de forma estructural —aquellas que incentivan la discrepancia interna, que permiten a los empleados desafiar a sus superiores sin miedo— suelen ser las más innovadoras, las más ágiles, las más resilientes.

En otras palabras: las que sobreviven.

Y esto no se logra con pizarras llenas de frases motivacionales, sino con líderes dispuestos a bajarse del pedestal y escuchar. Escuchar de verdad. Sin la necesidad desesperada de tener razón.

“El futuro no lo construyen los más listos, sino los más humildes”

¿Dónde dejamos la vanidad?

El verdadero enemigo del pensamiento crítico no es la ignorancia, es la soberbia. Esa voz interior que dice: “yo ya sé cómo funciona esto”, cuando en realidad apenas has arañado la superficie. Grant propone una cura elegante: convertir la duda en hábito. No como señal de debilidad, sino como símbolo de inteligencia.

Y aunque la idea de estar equivocado nos incomoda, lo cierto es que las mejores decisiones suelen nacer de una incómoda pregunta: ¿y si estoy viendo esto mal?

Eso no te convierte en inseguro. Te convierte en sabio.


“La duda es el principio de la sabiduría” (Aristóteles)

“Solo los necios creen que todo lo saben; los sabios dudan hasta de sí mismos” (Proverbio oriental)


El pensamiento crítico no te hace popular, te hace necesario

En un mundo que premia la certeza, dudar es un acto de coraje. En un entorno que exige velocidad, detenerse a pensar puede parecer una locura. Pero como decía un viejo maestro mío, “si todo el mundo corre hacia un sitio, es probable que el error esté allí”.

¿Y si lo verdaderamente futurista fuera no tener prisa?
¿Y si la tecnología más poderosa fuera una mente que sabe callar, escuchar, y luego hablar?

Quizá Adam Grant no tiene todas las respuestas. Pero tiene algo mejor: las preguntas adecuadas.

¿Estás dispuesto a hacértelas tú también?

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